|  |  | NUESTRA BIBLIOTECA ESCOLAR
 
 
 “El verbo leer no soporta el imperativo… tampoco el verbo amar, el verbo soñar…
						Claro que siempre se puede intentar” “Los libros no han sido escritos para que la
						juventud los comente, sino para que si el corazón se lo dice, los lean”
 Como una novelaDaniel Penaac
 Mientras estaba delante de la pantalla
						del ordenador, en otro tiempo era la gran crisis del escritor ante la hoja en blanco,
						intentando hilvanar unas palabras que no acababan de dárseme del todo, para
						hacer una loa de la lectura y una invitación a compartir ese pequeño
						y acogedor espacio que es la biblioteca de nuestro centro; se me aparecieron estas
						que eran justamente las que yo habría querido escribir para vosotros. Y como
						yo no habría sabido decirlo mejor, dejo mi voz y os cedo otra con la que comparto
						desde la primera hasta la última línea. Espero que hagáis el
						pequeño esfuerzo de leerlo. Y os invito, como dice esta lectora escritora,
						a que disfrutéis de la compañía silenciosa de los que leen,
						a que “escuchemos con nuestros ojos” a los que nos enseñan a vivir un poco
						mejor, a entendernos un poco más, a sentirnos acompañados en nuestra
						alegría y nuestro sufrimiento. Porque todo lo que podemos sentir, seguro que
						ya le ha pasado a alguien y las palabras que ese “alguien” ha conseguido poner a
						esas mariposas que siento en el estómago cuando me enamoro, o a ese indescriptible
						dolor que me rompe por dentro, cuando la vida o la suerte se me ponen del revés,
						me harán sentirme menos solo y entenderme un poco más. “¡Qué
						bien se está entre los hombres que leen!” Acerquémonos, de momento,
						al espacio más cercano, nuestra biblioteca, la de todos, démosle un
						poco de vida, despertemos a los libros de ese sueño en el que parecen estar
						esperándonos. Descubriremos que la literatura es vida, y la vida es literatura,
						y ¿hay alguien que no quiera estar un poco más vivo cada día? Dolores Martín
						DiegoDirectora de la Biblioteca
 Profesora de Lengua Castellana
 dmartin@e-quercus.es
 La Vida SilenciosaAda Salas
 
 Escribo porque sé que lo que veo no es sólo lo que veo. O porque no
						me basta con mirarlo: necesito percibirlo hondamente, digerirlo; y “lo que veo” me
						incluye a mí misma, un “mí misma” diluido, porque en el acto de escribir
						soy todos y soy nadie, soy, sólo, materia humana pensante, sintiente, imaginante.
						Escribo porque leí. Leí y leo por lo mismo, porque no me conformo.
						Porque supe, por un azar que me bendijo en la edad de la mayor inteligencia, la del
						adolescente, en esos años del milagro y la dicha, de la pena insondable, de
						la mirada más larga de la vida, que había más, que podía
						haber más, y que no quería conformarme con un mundo sin versos, sin
						relatos, sin escritores, sin libros. De Los cinco y Las mellizas a Hemingway, Galdós,
						Kafka, Borges, García Márquez, Henry James, Dostoievski, Ray Bradbury...
						De Neruda y Rosalía a Aleixandre y Vallejo, Baudelaire, Valéry, Pessoa,
						Montale… De las lecturas obligatorias del colegio (aquellos galimatías de
						La Celestina, de Góngora y del propio Cervantes, que me dieron tanto sin saberlo),
						a las secretas y libérrimas de las siestas de verano, que se mezclaban delirantes
						con el silencioso sueño de las habitaciones. De la biblioteca del instituto
						a la de la Facultad. De los primeros cuentos de propiedad indiscutible a la necesidad
						de instalar una librería en mi cuarto e ir viendo poco a poco decrecer el
						vacío de los estantes.
 
 Es cierto, más que cierto: lo que vale para uno no vale para todos; pero los
						libros sí: sentimiento, pensamiento, imaginación. Por estos tres caminos
						podemos perdernos, y en ellos podemos hallarnos todos. Por ellos han transitado quienes
						no se han conformado y se han puesto ante el papel y han hecho - por placer y veces
						bien a su pesar - aquello que decía Rilke: “He hecho algo contra el miedo:
						he permanecido sentado toda la noche y he escrito”. Para ellos. Para nadie, para
						todos.
 
 Los libros salvan de la vida y llevan a ella: la ensanchan, la ponen en entredicho,
						la someten a terribles interrogatorios, le dan un puntapié para llevarte a
						otra, a otras. Salvan, también, de la muerte, porque se alzan y existen contra
						ella - a veces, simplemente, constatándola -, porque la afrontan.
 
 Si entonces, cuando era mucho más pequeña, ejercía inconscientemente
						con mi amor por los libros una labor constante de rebeldía, ahora, años
						después, leer me parece un acto de rebeldía aún mayor. El lector
						me parece un héroe contemporáneo, quizá el más auténtico,
						al menos en esta sociedad acomodada de occidente. Y eso quiere decir mucho en un
						mundo que tiende y obliga a la grisura del pensamiento y de la acción, a la
						despersonalización, a matar las voces para hacer oír sólo una:
						la del poder, que es la del dinero, es decir, la de la sinrazón y al cabo,
						tantas veces, la de la barbarie. En medio de este espacio estrecho y ciego el libro
						sigue siendo un lugar para la voz única y sola de un hombre solo consigo mismo,
						con el espejo interlocutor de un texto escrito por otro hombre más o menos
						igual a él hace... veinte siglos, o diez años. Es un terreno para la
						soledad, para la reflexión, para el apartamiento, para el silencio lleno,
						cosas todas éstas que no sólo no están “de moda”, sino de las
						que se huye como si fueran “la bicha”, cuando todos sabemos que el diablo está
						en otra parte: en todo lo que promueve el ruido, la ausencia de crítica, la
						negación de uno mismo.
 
 En el libro de Rilke citado antes, ese poeta tan enigmático comienza así
						una “crónica” de su visita a la Biblioteca Nacional de París cuando
						vivía allí, desharrapado y en lucha durísima con la escritura:
						“Estoy sentado, leyendo a un poeta. Hay muchas personas en la sala, pero no se las
						oye. Están en sus libros. A veces se mueven entre las hojas, como hombres
						que duermen y se dan vuelta entre dos sueños. ¡Ah, qué bien se
						está entre hombres que leen!” Yo voy de vez en cuando a la Biblioteca Nacional
						y también a la de mi barrio para sentir algo parecido. Allí están,
 entre libros. En un “estar” distinto a todas las actividades humanas que conozco:
						un estar no estando porque están en otro lugar. En otro lugar.
 
 Y allí están los libros. Esperando. Tal vez sea ésa la virtud
						más práctica de la vida silenciosa de los libros: su infinita capacidad
						de espera. Resisten sin reproches nuestro olvido y nuestra indiferencia y se abren
						generosos cuando decidimos detenernos en ellos. Podemos despreciar tranquilamente
						todos aquellos que no nos dicen nada: sólo algunos están hechos muy
						especialmente para cada uno de nosotros (los demás, qué importa: para
						otros lectores; para ellos... o para nadie). Podemos volver al cabo de los años
						a aquél que no nos dijo nada entonces: de pronto descubrimos que no era para
						ese tiempo nuestro, sino para éste, y el libro se regala y la fusión
						es completa. Podemos empezar tarde a leer: de adultos o de viejos. Pasar años
						sin ser capaces de “robarle” tiempo a la vida para leer cuando, en realidad, a menudo
						es una vida absurda la que nos roba tiempo para la vida siempre de verdad de los
						libros. No importa. No hay prisa. Ellos palpitan secretamente, tranquilos. Esperan.
 
 Qué curioso. Hoy, cuando escribo esto, me he despertado con una pesadilla:
						anoche me dormí en compañía de las primeras páginas -
						de una ironía deliciosa - de Moby Dick, disfrutando de una de esas lecturas
						que son grandes cuentas pendientes que uno puede ir saldando con calma. El sueño
						retomaba el libro por donde lo había dejado, y al abrirlo encontraba un gran
						socavón en el centro del ejemplar: parecía haber sido devorado durante
						la noche por polillas de ésas que se alimentan de papel y palabras. La visión
						era desoladora: tenía entre mis manos un cadáver descompuesto. Sólo
						habían quedado indemnes las primeras páginas y las últimas;
						el resto de la novela, lo que iba a ser mi placer durante días, un vacío
						carcomido irreemplazable. La sensación desagradable del mal sueño me
						ha hecho abrir los ojos. He buscado mi Moby Dick al lado de la cama. Estaba allí.
						Completo vivo. Esperándome.
 Ada Salas
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